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La generación del bicentenario ya no es lo que era antes

Matheus Calderón Torres



¿Existe una generación del Bicentenario? Mi primera impresión, mientras marchaba, mientras marchábamos por las calles del Centro de Lima el sábado 14 de noviembre, es que no existe tal cosa como un grupo homogéneo, llámesele “generación del Bicentenario” o de otro modo. Es decir, existió entre esas horas una colectividad de personas que marchan juntas, que logran amalgamar alguna que otra arenga junta y que han sido marcadas de maneras más o menos similares por ciertos fenómenos políticos en las últimas dos décadas, pero no creo que vaya más allá de eso.


Digo que es mi primera impresión mientras marchábamos porque la protesta podría verse fácilmente como un ancho espectro que va desde las demandas y perfiles de aquellos en primera línea (mujeres jóvenes organizadas para apagar bombas lacrimógenas, skaters centennials y millenials junto a adolescentes y jóvenes universitarios que por primera vez se involucraban en una protesta, barristas acostumbrados al choque con la policía y con los ternas, y juventudes de partidos políticos históricos como Patria Roja, quizás también acostumbrados a resistir al choque de la PNP) y aquellos que se organizaban en el tronco de la protesta (hombres y mujeres de las clases medias, no acostumbrados tampoco a lidiar con la represión policial, adultos jóvenes y adultos de las clases medias con un ánimo que emparentaba a la protesta más bien con los emocionados banderazos que se realizan en las previas a los partidos de fútbol de la selección nacional).


Si tuviésemos que hacer una cartografía de la protesta de ese día; la primera línea, como es obvio a estas alturas, se ubicaba en las avenidas Abancay con Piérola, buscando avanzar, conquistar ese espacio de manifestación frente al Congreso de la República. El tronco de la protesta, por otro lado, se posicionaba en espacios como la Plaza San Martín, el frontis del Palacio de Justicia, la Plaza Francia, las inmediaciones de la avenida Grau. Y creo que es importante verlo como un ancho espectro porque no es que existiera una organización centralizada de las marchas –probablemente por la ausencia de grandes sindicatos o gremios que pudiesen dar un orden a la manifestación-.


El sábado 14 de noviembre, tres o cuatro horas antes del fatídico asesinato de Inti Sotelo y Jack Bryan Pintado, el ambiente en Plaza San Martín era francamente de jolgorio futbolístico y hasta de salida familiar; algo en franco contraste con la ansiedad que brotaba en las redes sociales de cientos de adolescentes y jóvenes que previeron un esperable enfrentamiento con las fuerzas policiales. De hecho, desde el martes hasta el viernes (y en especial el jueves 12 de noviembre, donde había sido convocada una gran protesta) la Policía ya había utilizado tácticas violentas que solo pueden ser calificadas de emboscadas, atacando a periodistas con perdigones y encerrando a manifestantes pacíficos –una vez más, muchos de ellos miembros de las clases medias que acudían a marchar por primera vez- en nubes de gases lacrimógenas.


En grandes supermercados o en pequeños minoristas, ese mismo 14 de noviembre, les adolescentes se aprestaban a comprar protectores faciales y máscaras antigases lacrimógenas y a vestirse de negro, para eludir mecanismos de reconocimiento –lecciones desde Chile, Estados Unidos, Hong Kong y Puerto Rico. Lo que nadie había previsto (salvo las propias fuerzas de la derecha conservadora que azuzaban la violencia policial) era que dos jóvenes manifestantes, dos de los nuestros –porque eso ocurre en una protesta, uno construye camaradería y solidaridad– fueran asesinados.


Varias marchas y varios espíritus, entonces. Pero, por supuesto, sí existían cosas que unían a les marchantes. Por ejemplo, que muchas de ellas (la mayoría fueron mujeres jóvenes) han nacido bajo la ilusión de la estabilidad de la democracia peruana y en la educación de las clases medias que crecieron bajo el boom económico de los últimos 20 años. Quizás, por primera vez en su historia, la marcha estuvo conformada en importante número (si sumamos además a quienes marcharon en otros distritos) por aquellos que han vivido toda su vida, o la mayoría de su vida, en democracia, lo cual no es poca cosa; o que directamente participaron en la recuperación de la democracia tras la caída del Fujimorato. Pero también estuvo mayoritariamente constituida por aquellos que, en los últimos años, hemos visto derrumbarse tanto los pilares discursivos de la democracia y el crecimiento económico: el primero, que empezó a implosionar tras el escándalo Lava Jato (una democracia tutelada por las grandes empresas para la que el affaire Merino ha sido solo una de las últimas estocadas); el segundo, destrozado por los efectos de la pandemia de COVID-19 (que desnudaron las fallas en el modelo económico).


De allí que las marchas en Lima hayan configurado una rápida, explosiva politización de clases medias y medias altas en su mayoría que, o sentían que la democracia por la que habían luchado les estaba siendo arrebatada en grado sumo por la corrupción en vivo y en directo; o pensaban (los más jóvenes) que la podredumbre de la clase política –de toda la clase política– había llegado a un punto intolerable y se necesitaba protestar de algún modo, de cualquier modo. La represión policial esta vez alcanzó no solo a las clases populares (que no participaron mayoritariamente de estas protestas, probablemente porque, para un trabajador precarizado, da igual si Merino o Vizcarra son presidentes dado que la política económica es la misma), sino a aquellos que podían participar de la esfera pública, que tenían voces en diarios y cuentas de redes sociales con gran alcance.


Por eso no es casualidad que el debate sobre si existe tal cosa como una generación del bicentenario se haya disparado precisamente gracias a un tuit de la compañera socióloga Noelia Chávez, en donde se mostraba la Plaza San Martín rebosante de manifestantes. El tuit buscaba capturar un momento, darle sentido a un movimiento o conjunto de movimientos todavía dispersos y e insertar las luchas contra Manuel Merino en una narrativa histórica mayor. En efecto, no erraba Chávez porque para una buena mayoría de los manifestantes –ese tronco de clases medias que no estaban acostumbrados a esperar un choque con la policía-, el modo principal de su protesta fue el del banderolazo del partido de fútbol de la selección; su arenga, el “Perú, te quiero por eso te defiendo”; las canciones que hicieron sonar y que cantaron, las del himno nacional y el “Contigo Perú” del criollísimo zambo Cavero; y su vestimenta las camisetas de fútbol, las banderas y las vuvuzelas. En parte, esto se explica porque en Perú, “lo único que nos une es el fútbol y la comida” –es decir, una vez más, por aquella educación en el sentimiento nacional cultivada y difundida por las clases medias adultas que crecieron arropadas por la Marca Perú en los últimos 20 años de boom económico- y por la coincidencia de fechas con los partidos de la selección nacional, lo que puso en venta la tradicional parafernalia futbolística en las calles del Centro Histórico de Lima


Sin duda la frase es efectiva para movilizar afectos, pero al mismo tiempo está condenada por un pecado original (y esto lo saben bien les compañeres con banderas anticolonialistas): conlleva demasiado discurso patriótico, que es decir discurso nacional y estatal también. De hecho, antes de que los medios del establishment tomaran con furor el tuit de la compañera Chávez, la frase ya había sido usada por el Proyecto Bicentenario del Ministerio de Cultura del Perú; y tras la popularización de la frase por parte de los medios (que, siguiendo la lógica de la mercancía, de la novedad, aman a aquellos únicos y diferentes, a aquella generación fundacional que tire todo por la borda y venga a reparar los errores de sus padres, cita de González Prada incluida), el primer gesto del presidente por encargatura Francisco Sagasti fue cambiar el nombre de la beca estatal Presidente de la República al de beca Generación del Bicentenario.


Este espíritu que territorializaba las protestas, que les daba en el imaginario una locación precisa (el reclamo por el “Perú”), que volvía los reclamos políticos contra el régimen de Merino casi una defensa de la idea de la democracia peruana era muy diferente al que se sentía en la primera línea y en su cercanía, donde los significantes y significados eran otros: bien común, camaradería para con los nuestros, resistencia, democracia plena, conquista del espacio de la protesta (es decir, conquista de derechos políticos). Mientras que el banderolazo reclamaba por apropiarnos de una historia que, se sentía, nos había sido arrebatada, por volver al viejo orden; la primera línea, antes que un reclamo patriotero, era más parecida a aquella pinta que aparecía en Colmena el 10 de noviembre: 200 años de fraude. No tardó en aparecer en uno de los memoriales por Inti Sotelo y Jack Bryan Pintado un afiche todavía más elocuente: “¿Generación del Bicentenario? La juventud ya no cree en la historia oficial”.


El espectro de la protesta tenía entonces en un extremo a la manifestante adolescente, vestida de negro y organizada a través de conversaciones de WhatsApp, que conoce de primera mano la violencia policial (porque la ha vivido toda su vida) y que reclama por, en palabras de la compañera Valeria Wong, “estar vivas no solo en la sociedad sino también en la movilización); y en el otro extremo a les adultes que, ataviados de camisetas y vuvuzelas, por primera vez salieron a las calles a protestar por lo que consideran el arrebatamiento por parte de grupos mafiosos de un orden que, a pesar de sus fallas, funcionaba con estabilidad. Por eso es que la excepcional fotografía de Sebastián Castañeda para Reuters, que conjuga estos dos extremos y los ubica en el mismo espacio, en la lucha en primera línea, resulta hermosa a casi todo el mundo, incluso a aquellos de gusto conservador que normalmente no participarían de la protesta y no aprobarían la lucha que se vive en la primera línea: entre los manifestantes –todos hombres- vestidos de negro, una bandera nacional aparece, aunque no está “guiando al pueblo”, sino en el medio y agujereada. Nuestro propio, precario y conservador romanticismo.


En el medio de la marcha, o en sus ramificaciones, se conjugaban demandas culturales, reclamos de género y étnicos, agendas no menores de grupos políticos no menores. Nada de esto es despreciable, pero las diferencias entre un extremo y otro son importantes de hacer notar. Porque hay una diferencia entre recuperar algo que se cree perdido, volver a una estabilidad democrática que, con sus fallas, se cree legítima; y rechazar de plano toda una forma de concebir la democracia. Ambas demandas, como explicitaba el compañero filósofo Martín Valdez, son mutuamente excluyentes. Pero por otro lado nos enfrentamos también a dos formas de hacer protesta –es decir, de politizarse, diferentes.


Las redes sociales han tenido un papel clave en este sentido. No se trata solamente de verlos como herramientas de coordinación o de aprendizaje –que sí lo son, pues les manifestantes de hoy han aprendido a apagar bombas en tutoriales de la protesta en Chile, a usar punteros láseres viendo a Hong Kong, a vestirse de negro y evitar el reconocimiento de la policía vistiéndose de negro y tapando sus rostros como en Black Lives Matter en Estados Unidos, a exigir a influencers y cantantes pronunciarse como en Puerto Rico. Sino que las redes son, por derecho propio, formas de politización, de adquirir una nueva consciencia política, desterritorializada y con nuevas demandas.


Para la generación que me sucede (los centennials) y para alguna parte de mi generación, las redes no son herramientas que aprendimos a utilizar, sino espacios en los que crecimos y que hoy habitamos con tanta realidad social como los espacios físicos. Esto no es la generación de la Primavera Árabe, sino lo que el semiólogo italiano Bifo Berardi llamó “generación Post-Alfa”, una que “creció rodeada de máquinas, especialmente de tecnologías de la información que le permitían navegar indistintamente por mundos virtuales y conectarse en la inmediatez con cualquier nodo informático y que “ha experimentado coordenadas espacio-temporales totalmente distintas a las de sus padres”.


Entre memes, Instagram, Tik Tok, referencias otakus, feminismo, Telegram, sin miedo al terruqueo y difundiendo cuentas socialistas y antifascistas, las redes forman parte de nuestra educación y economía libidinal. El costo, por supuesto, de esta toma de consciencia en redes suele ser alto pues no existen grandes utopías (fuera del feminismo) hacia donde redirigir la acción política e indignación para la nueva generación –de manera global, tras la caída del socialismo realmente existente y, de manera local, tras la continua degradación de nuestro sistema de partidos-. Tal depresión, tal sensación de ahogamiento político, era también palpable en muchas de las marchas de los últimos días e incluso en la primera línea. Somos la generación más afectada por condiciones de salud mental, y no fue casual que, a diferencia de otras marchas, esta vez circularan con fuerza en redes sociales indicaciones sobre cómo cuidarse de los ataques de ansiedad durante las protestas.


Las palabras de la compañera Wong, desactivadora de bombas en primera línea, una vez más, son elocuentes: a la vez que describe a la primera línea como una “fiesta de alegre rebeldía”, también señala que “la única forma de canalizar la indignación es resistir”. Que uno de las imágenes que circularon durante la protesta y también en redes haya sido precisamente una con la frase siempre deprimi2, nunca oprimi2, refleja muy bien las sensaciones durante la protesta y a las que siguieron a los varios días de lucha en las calles. Dudo que exista tal cosa como la generación del bicentenario, pero, asumiendo que exista, es probable que aquellos a la vanguardia de esta generación habiten esta contradicción.




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